Por María del Carmen Alanís, Magistrada del Tribunal Electoral del Poder Judicial de México
¿Una embarazada o lactando es menos capaz que un hombre para ocupar la Presidencia de la República?
El 17 de octubre de 2015 se cumplen 62 años del reconocimiento constitucional del derecho de las mujeres a votar y a ser electas. Ahora bien, la aceptación de los derechos político-electorales de las mujeres queda en una simple anécdota si no se traduce en oportunidades reales para participar en los procesos deliberativos y de toma de decisiones que moldean día con día nuestra democracia. Y esto no tiene que ver sólo con el acceso a cargos públicos, sino con la forma en la que concebimos el rol de las mujeres dentro de la democracia.
La ausencia de participación de las mujeres en la vida política ha tenido un efecto pernicioso: se ha invisibilizado su potencial y su lugar dentro de la sociedad y del Estado, negándoles, entre otras cosas, su ciudadanía. En dicho proceso, se ha generado una idea —culturalmente justificada por cientos de años— conforme a la cual se les ha asignado un papel o rol. Me explico.
Que las mujeres se encuentren fuera de la vida política, se traduce en que no participen en procesos deliberativos y de toma de decisiones, al grado que estos espacios terminan por estarles vedados. Esto, debido a los roles que, basados en su cuerpo y su función reproductiva, estereotípicamente se adjudican a las mujeres: maternales, sensibles, conflictivas, emocionales y, por tanto, naturalmente incapaces de enfrentar los problemas que implica el ámbito político. Este rol también permea en el sector privado, donde tampoco vemos mujeres en puestos directivos. Lo mismo ocurre en personas jurídicas de interés público, como sindicatos o partidos políticos. Esto conlleva, además, que la educación y salud de las mujeres pase a segundo término. El resultado es un rezago generalizado en el desarrollo humano de las mujeres.
En estos términos, el acceso de las mujeres a cargos públicos tiene un significado más allá del ejercicio de sus derechos político-electorales. Tiene que ver con la ruptura de roles estereotípicos que encasillan nuestros proyectos de vida, y con la forma en la cual concebimos la estructura del Estado y las prácticas que se relacionan con el ejercicio del poder. ¿Una mujer embarazada o lactando es menos capaz que un hombre para ocupar la Presidencia de la República? ¿Podríamos pensar en el parto y en el permiso de maternidad como causas justificadas de ausencia temporal de cargos de la mayor relevancia, o de actividades como exámenes universitarios? ¿Debiera considerarse el desempeño de labores domésticas como experiencia laboral para el acceso a cargos, ascensos o admisión en programas de estudio de posgrado?
Si estas interrogantes nos parecen extrañas, ello se debe a que no hemos entendido que ser mujer no debe traducirse en un impedimento ¡para nada! De hecho, la respuesta a estas preguntas permitirá repensar el rol que los hombres han tenido dentro de la familia, y la compatibilidad entre vida familiar y vida profesional.
El hecho de que cada vez más mujeres ocupen cargos públicos de decisión, abona al rompimiento de ideas preconcebidas equivocadas sobre sus aptitudes, y la forma en que se conducen en el ámbito de la política; es por ello que su representación descriptiva en los órganos de representación popular, contiene un fuerte elemento simbólico.
La inclusión de las mujeres en la vida política es una exigencia de la democracia. Por ello, el poder reformador de la Constitución ha intervenido con una intención muy clara: eliminar barreras que permiten la discriminación de facto de las mujeres en la arena política.
Esto ha dado paso a 5 reformas legales y constitucionales —1993, 1996, 2002, 2008 y 2014—, primero para promover la igualdad entre hombres y mujeres en cargos públicos, después para establecer cuotas de 30 y 40 por ciento para mujeres, y finalmente para obligar a los partidos políticos a nominar en sus candidaturas a cargos legislativos a 50% de mujeres y 50% de hombres. Es más, tras 12 años de cuotas —a partir de 2002—, la Constitución se reformó para exigir a los partidos la paridad de sexos en la nominación de candidaturas a dichos cargos.
Esta conquista ha sido objeto de un intenso desarrollo legislativo y jurisprudencial, el cual ha dado lugar a una serie de reglas tendentes a materializar la paridad, como: la prohibición de asignar distritos perdedores en elecciones anteriores a personas de un mismo sexo; la obligación de construir fórmulas —propietario y suplente— con personas de un mismo sexo; y la obligación de alternar los sexos en las listas regidas de representación proporcional.
Con estas nuevas reglas se consiguió que el número de mujeres en la integración de la Cámara de Diputados aumentara de 37%, al inicio de la legislatura anterior, a un histórico 42%.
El número de mujeres también aumentó en los congresos estatales, especialmente como resultado de candidaturas de representación proporcional. Los estados que más vieron crecer su integración con mujeres fueron Campeche y Querétaro, donde el primero alcanzó un aumento de 38% y el segundo de 40%.
A pesar de los esfuerzos, el reto más grande continúa en el ámbito municipal. Como se muestra en la respectiva gráfica, en 6 entidades descendió el número de mujeres presidentas municipales, en 4 se mantuvo igual y en 7 aumentó.
La paridad de género en la postulación de candidaturas a los congresos y ayuntamientos es un principio constitucional en México. Esto quiere decir que su incumplimiento, por autoridades electorales o por partidos políticos, transgrede el Estado de derecho, los derechos de las mujeres y la democracia incluyente.
Violar este principio implica, entonces, atentar contra nuestra Constitución. El Estado mexicano ha asumido un compromiso para el desarrollo de una democracia incluyente, respecto de la cual debe rendir cuentas a la ciudadanía y a órganos internacionales. No obstante, el altísimo número de asuntos resueltos por el Tribunal Electoral durante el proceso cuya revisión está por concluir, evidencia que siguen buscándose resquicios para incumplir con el mandato constitucional.
Sin duda, existe un consenso en torno a la importancia de la paridad. ¿Por qué entonces seguimos buscando excusas? Cumplir con la exigencia de paridad es uno de los primeros pasos para una democracia incluyente, que respeta la dignidad e igualdad de las mujeres y reconoce la aplicabilidad incuestionable de la Constitución. No pedimos más, pero nunca aceptaremos menos.