
Los reclamos por parte del movimiento social de mujeres, de políticas o programas para la prevención y sanción de la violencia contra la mujer, así como las respuestas a los mismos, incluyen, generalmente, la criminalización de nuevas figuras consideradas como violencia o el aumento de pena para los delitos ya tipificados.
Tanto las demandas como las soluciones propuestas generan escenarios ambivalentes no exentos de tensiones, especialmente en lo relacionado con el derecho penal. Por un lado, debemos considerar que el derecho es una herramienta que durante siglos fue utilizada con lógicas androcéntricas para resolver asuntos del ámbito público (ya fueran conflictos con el Estado o entre particulares) y a la hora de resolver conflictos del ámbito privado opera como un cubo que se intenta introducir en una esfera.
Por otro, las demandas de movimientos sociales progresistas de sanción y criminalización de determinadas conductas que durante mucho tiempo se consideraron naturales, se cruzan, o corren el peligro de cruzarse, con los reclamos de sectores conservadores que constantemente quieren aumentar el poder punitivo del Estado, especialmente contra sectores sociales desfavorecidos considerados como peligrosos. La paradoja es que sectores feministas radicales, rebeldes y claramente antipatriarcales, terminan a veces confluyendo con grupos conservadores que reclaman “tolerancia cero”, “mano dura”, más penas, más cárceles, y que son el costado ferozmente neoliberal de nuestra sociedad.
El derecho penal tiene un efecto simbólico fuerte que resulta eficaz a la hora de deslegitimar determinadas conductas. Sin embargo, su utilización produce campos de tensión que probablemente no desaparezcan en los próximos años, pero que debemos identificar para poder manejarnos dentro de ellos sin perder de vista el horizonte de construir sociedades más democráticas e igualitarias.
La mayor visibilidad de los casos de violencia contra las mujeres a través de los medios masivos y la impunidad generalizada, -con índices que superan el 90% de las denuncias-, provoca la indignación del movimiento de mujeres y de la población en general. Este malestar generalizado muchas veces se resuelve pidiendo leyes penales más severas. Esto genera un riesgo importante: que las mujeres sean tomadas de excusa para el diseño de políticas represivas cada vez más duras.
Evitar estos riesgos y promover políticas no punitivas de prevención de la violencia sería el objetivo a lograr. Desde el feminismo se trabaja por un cambio cultural que permita garantizar a las mujeres sus derechos como ciudadanas. A la vez, reconocemos que vivimos en una cultura patriarcal[1] que arrastra mandatos milenarios de sujeción y secundarización de las mujeres, mandatos que se traducen muchas veces en hechos y conductas violentos y agresiones a mujeres y niñas[2].
Deconstruir esos mandatos implica diseñar políticas integrales que promuevan una transformación de la cultura desde múltiples espacios. Deberá reformarse la educación desde los primeros años hasta los postgrados, promover códigos de conducta para los medios masivos y las empresas de publicidad, lanzar campañas dirigidas a distintos públicos, ir midiendo y evaluando los cambios de forma permanente, en el empleo, en la calle y en la casa, entre otras tareas. Todo ello requiere tiempo, esfuerzos, dinero.
Reconocemos que es más económico sancionar una ley que castigue de manera grave la vioIencia, pero por un lado, emitir esas leyes sin promover transformaciones estructurales, no es suficiente y por otro, esas leyes se aplican cuando las mujeres ya murieron o sufrieron daños irreparables.